martes, 20 de enero de 2009

El efecto mariposa

Hay que ver cómo te cambia la vida de un día para otro. Ayer todo fueron malas suertes: me levanté con mal cuerpo y con mala leche porque había dormido poco más de tres horas. Estaba estresada porque tenía que entregar un trabajo antes de las 14:00h y estaba maldiciendo todo lo maldecible porque, una vez más, me había pillado el toro.
Desayuné entre arcadas y recordé que tenía que tirar la basura, la cual había sacado la noche anterior a la terracita descubierta que da a un patio de luces infecto. Al abrir la ventana comprobé que había llovido y la bolsa se había mojado.

La cogí con cara de asco y la tiré al contenedor. Me había manchado las manos, pero no me atreví ni a olerlas. Tenía arcadas.

Camino del metro, entre la llovizna, el sueño y el estrés, tuve la mala suerte de cruzarme con un cerdo de esos que no cotizan en Kleenex. El tío despejó sus fosas nasales al estilo boxeador. Primero una; y después, la otra. Yo, que no quería mirar, llegué a ver cómo el aire que salía de la nariz, que debía estar más caliente que el ambiente, formaba un halo de algo, que salía en forma de abanico. Lo único que pude hacer es pararme en seco unos segundos hasta estar completamente segura que no iba a cruzar por ningún resto de ese abanico.

Del asco, cogí carrerilla y casi me tuerzo un pie.

Llegué al metro, cogí el 20 Minutos y, cuando iba a pasar por el torno, encontré una foto de carné. Una chica con un jersey rojo. Estaba sucia de las pisadas, pero la cogí. Eso sí, comprobé, aunque no sé para qué, que nadie estuviera mirándome. Pensé que la cosa se solucionaba hasta que, bajando las escaleras del metro, me escurrí y casi me parto el coxis. Un señor bajó a ayudarme, pero me levanté antes de que llegara. Le dije algo así como: “Ay, qué hostia!”, y me fui, con mi iPod, escuchando Maga. La mala suerte hizo que ningún capullo/a del metro se levantara para dejarme su sitio…

El día siguió en esta línea.

Sin embargo, esta mañana ha sido distinto. Me he levantado también con mala leche. Cuando he ido a desayunar, he descubierto que anoche, en un alarde de astucia, metí las croquetas en la nevera en vez de en el congelador. Estaban descongeladas, pero las he vuelto a meter (no está la crisis como para ser escrupulosos). Cuando he ido a verter la leche en el vaso, he descubierto que había confundido el tetrabrick de la leche con el del puré de verduras…Se me han saltado las lágrimas, pero he pensado que tenía que ser fuerte y madura.

Cuando iba para el metro casi me tuerzo un pie.

He conseguido sentarme. Frente a mí había una pareja de esas cincuentonas que acaban de enamorarse. Él estaba gordo y tenía canas. Ella, era una intelectual. Y sé que era intelectual porque ni llevaba tinte, ni maquillaje, llevaba un chal de un tono teja que sólo pueden llevarlo ellas y unos mocasines marrones. Al principio he pensado que lo que asomaba bajo su cuello alto era un apunte de hirsutismo, pero no. Eran pecas oscuras. Ambos llevaban un libro: él, el Hereje, de Delibes; y ella, El viaje del elefante, de Saramago. Los dos estaban leyendo el de ella y haciendo comentarios.

Él estaba sentado con las piernas abiertas y mirando al frente. Hablaba con ella, pero no la miraba fijamente. Sin embargo, ella tenía una postura de dedicación hacia él, brutal. Lo miraba como jamás he visto mirar a nadie. Quizás alguna madre mira a su hijo así cuando está embelesada. Ella sí estaba ligeramente girada hacia él. Y no apartaba su vista de sus ojos. Yo, que estaba escuchando el Adagio para cuerda opus 11 de Barber, he pensado que estaba dentro de una peli.

De pronto se han puesto a comentar ambos algunas líneas de El Hereje. Ella seguía mirándole de cerca. Como si viera a través de él.

Cuando hemos llegado a Guzmán El Bueno, se despedían. Ella le ha dado un beso en la comisura de los labios. Creo que es el beso más suave que he visto jamás. Al mismo tiempo, he bajado el volumen del iPod para escucharles (sé que no se debe hacer, pero era tan bonito…), y han hablado de nuevo:

-Que tengas un buen día, cariño –ha dicho ella, todavía con su postura de dedicación.
-Tú también. Me encantó la poesía de ayer. Jamás me había emocionado tanto.
-Lo sé…

Y ahí he salido del metro. Todavía con mi adagio y un nudo en la garganta. Sé que en dos años estarán dándose de hostias igual, pero ha sido tan bonito que me ha alegrado el día.

Llegando a la facultad, casi me rompo el tobillo, pero me ha dado igual.
A ver si mañana me los encuentro otra vez.
Laurita Palmer.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No, si hasta que no te rompas un hueso no vas a parar... ve con más cuidado, que no se puede ir tan azotada por la vida! :)

M.